Los políticos italianos han adoptado la retórica más extrema como reacción al asesinato de una mujer italiana a manos, supuestamente, de un gitano rumano. Da igual la orientación política. El alcalde de Roma, de centro izquierda, afirma que la capital italiana era la ciudad más segura del mundo hasta el ingreso de Rumania en la Unión Europea. Gianfranco Fini, líder de la ultraconservadora Alianza Nacional, ha hecho un llamamiento por la "repatriación de Italia" y el cierre de las fronteras. Además, sostiene que los gitanos no ven el robo como algo inmoral.
Estas reacciones se han traducido en un endurecimiento legislativo y en una ola de xenofobia:
Endurecimiento legal: Romano Prodi ha redactado un decreto que permite la expulsión de ciudadanos comunitarios que sean considerados "peligrosos" y que supongan una amenaza para "la seguridad pública".
Violencia xenófoba: Ya son varios los rumanos que han sido golpeados y acuchillados en Italia. Una bomba de fabricación casera estalló ante la tienda de una mujer rumana. Y una niña rumana de 10 años fue agredida por sus compañeros de escuela, según informa Telecinco.
Italia culpa a los rumanos de la inseguridad ciudadana y de un mayor número de crímenes. Sin embargo, los datos contradicen estas posiciones. Según Enric González, corresponsal de El País en Italia: "El 36% de los presos son extranjeros. Apenas un 10% de ellos son acusados de delitos violentos: la población reclusa se hincha por cuestiones relacionadas con la inmigración ilegal. Las estadísticas indican que los italianos siguen delinquiendo más".
Además, existen otros datos que delatan una manipulación interesada de las estadísticas. Retomemos las declaraciones de Walter Veltroni. El alcalde decía que Roma era la ciudad más segura antes de la llegada masiva de rumanos. Pues bien, según el informe "Crimen y seguridad en las capitales europeas", realizado por Gallup en 2005, Roma era la capital europea más segura por detrás de -ni más ni menos- otras ocho capitales: Bruselas, Budapest, Madrid, Belfast, Luxemburgo, Edimburgo, Helsinki y Lisboa.
El caso español
De esto hay mucha experiencia en España. Ya en el año 2002 la relación entre delincuencia e inmigración adquirió gran protagonismo político. Los líderes de los grandes partidos se arrojaron cifras a la cabeza como arma electoral (sin ningún sentido crítico por parte de los medios de comunicación). Los académicos tuvieron que pararles los pies: un incremento de la inmigración no es sinónimo de un aumento de la delincuencia. Y es que los números habían sido manipulados: se borraron las distinciones entre falta y delito, entre otras irregularidades.
Lo realmente grave es que España no ha aprendido de la experiencia. Hace diez días, el fiscal jefe de Madrid, Manuel Moix, mostraba su preocupación ante "la incidencia cada vez más acusada que en el fenómeno delictivo tiene la inmigración". Para ello se amparaba en los datos: la población extranjera presa en España creció el pasado año un 9,4% frente al 2,2% de la española. Y apostillaba: "Es la realidad objetiva que muestran los datos".
Pues bien, esos datos ofrecen una lectura contraria. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, el número de extranjeros empadronados durante el año pasado creció en un 8,17% (llegaron 338.000 inmigrantes). Mientras, el número de españoles empadronados experimentó un aumento neto del 0,17% (70.000 ciudadanos). Así pues, con los números en la mano, el incremento de la población reclusa española fue mayor, en términos reales, que la de inmigrantes. Y es que el aumento de la población reclusa extranjera fue sencillamente el reflejo del aumento de población extranjera en el país. Así pues, desde el punto de vista científico podríamos lanzar al aire la alarma porque los españoles somos cada vez más delincuentes. Y quedarnos tan anchos.
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